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¿Qué otro rey puede derrotar la caballería, o callar la furia del guerrero, montado sobre un humilde asno?
¿Qué otro rey puede romper el dominio de las tinieblas, la tiranía de maldad con un reinado de gracia y un imperio de paz?
¿Qué otro rey entregaría su vida para la redención de rebeldes, su riqueza para recibir al rechazado?
Jesús es ese Rey el Rey de gloria, Hijo del Dios viviente.
No sólo un rey más. No sólo un profeta más. No sólo un maestro más. Él era a quien el mundo estaba esperando, el que nos libraría del cautiverio: el Hijo de David y linaje escogido de Abraham.
Él es el destino de la ley Mosaica, Yahweh en piel humana.
Él es quien establece el reino y el dominio de Dios, para sanar al enfermo, recuperar la vista del ciego, liberar al cautivo y proclamar buenas nuevas para los pobres.
Este Jesús fue el Creador que vino al mundo y es el principio de una nueva creación. Encarnó el pacto, cumplió los mandamientos, revirtió la maldición.
Este Jesús es el Cristo de quien Dios habló a la serpiente, el prefigurado a Noé en el diluvio, el prometido a Abraham, el garantizado a Moisés antes de morir, el prometido a David durante su reinado, el revelado a Isaías como siervo sufriente, el profetizado a través de los profetas y el preparado por medio de Juan el Bautista.
El es el Hijo del Padre, Salvador del mundo, sustituto por nuestros pecados. Más amoroso, más santo, más majestuoso y temible de lo que podemos imaginar.
Él es nuestro Jesús. Y no existe otro rey tal como él.
Él es nuestro Dios, nuestra gloria, nuestro Salvador victorioso.
No hay otro rey como él. No hay otro rey.