Myanmar, antes Birmania, es un país de Asia al que aún van muy pocos viajeros y turistas, porque hace 15 años el país estaba cerrado, gobernaba una junta militar y había decenas de conflictos armados con separatistas en distintas partes del país. Era difícil conseguir un visado, la frontera sólo se podía cruzar en avión y, en general, no se podía entrar por casi ningún sitio. Todo estaba bastante mal en el país: una tarjeta SIM costaba 5.000 dólares, sólo se podían cambiar billetes nuevos de cien dólares por moneda local, las autoridades prohibían la música moderna y la libertad de expresión... en general, una dictadura común y corriente. Pero después de que Aung San Suu Kyi saliera de su arresto domiciliario y se convirtiera en la líder de facto del país, Myanmar ha tomado la senda democrática y se abre cada vez más a los extranjeros. Y hay mucho que ver: ¡en un país pequeño viven 135 grupos étnicos! El nivel de vida ha subido espectacularmente, la inversión extranjera y los turistas han afluido al país, pero el sabor sigue bien conservado. Todavía quedan muchas tradiciones interesantes y bellas, que se mezclan con frialdad con las tendencias de la globalización. Por ejemplo, los hombres llevan falda, que es el código de vestimenta oficial. Mascan la estupefaciente nuez de la palmera de areca, se pintan la cara con corteza de árbol y beben té además de comérselo. Para ver todo esto con mis propios ojos y enseñárselo, fui a Rangún y Mandalay, las ciudades más grandes e interesantes del país.

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